Carta a Necdet

El mundo ya no es tal y como lo conocíamos, Necdet. Igual que cuando tú te cagas en el funcionario que escribió tu nombre mal en el registro, y también en su santa madre, me cago yo en el aciago destino que me dejó caer en la galaxia equivocada. Ya sé que soy mala persona, pero sólo quiero «que todo el mundo sepa que viví una vida feliz», como diría el Sr. Kemal. Pero no es que no puedas decir que tuviste una vida feliz, es que ni siquiera puedes decir que hayas tenido una vida. No somos más que un ruido caído al mundo. Nuestra boca no se puede coser.

¿Te acuerda de aquel día en que tú y yo nos quedamos congelados en aquel frío que calaba hasta los huesos? Tú aún le cantabas a Müjgan canciones de amor, y yo observaba la finura de los dedos que rasgaban las cuerdas del arpa. Terminamos en comisaría, enrollados en una manta que había cambiado de color a causa del polvo, y estaban allí unos cuantos funcionarios y un doctor que se preguntaban «de dónde han salido estos a estas horas». Nos salvaron la vida justo cuando nos estábamos librando de ella. Íbamos a agarrarnos a una nota musical y viajar a otra galaxia, ¿sabes? Al igual que creíamos en Dios, creíamos que seríamos felices en nuestra próxima vida. Era por eso que teníamos tanta prisa, pero alargaron nuestro destierro.

La gente pasaba por nuestras vidas. Müjgan no venía. La mujer que tocaba el arpa, tampoco. Aunque su voz a lo lejos era agradable. Nos convertíamos en el centro de atención de cualquier ciudad a la que fuéramos, y la gente nos quería mucho. Luego, de forma repentina, parece que nos convertíamos en malas personas. Ponían mala cara al vernos. En el país en el que vivíamos todo subía. Subía el precio del dólar, del euro. Se disparaba el precio del kilo de patatas. Una mujer pegaba un portazo y salía. Menos tú y yo, todos salían a divertirse. Nosotros siempre estábamos derrumbados, éramos mendigos. Por eso, torcían el gesto los que nos veían. Nos encontrábamos en el destierro, no sabíamos cuál era nuestro sitio, y menguamos imaginando cosas grandes. E imaginábamos cosas grandes mientras menguábamos. Así es como lo perdimos todo. Dijeron que la cuerda del arpa se rompió, y que Müjgan encontró a otro. Los demás encarrillaron sus vidas. Y nosotros descarrilamos las nuestras.

Cuento Nejdet: Uno, dos, tres, cuatro… Más o menos tres mil seiscientos ochenta millones y diez. Me sorprendí. Uno, dos. Te digo que te levantes y nos vayamos, y tú me dices que me espere, que va a pasar Müjgan. Necdet, así no va a sanar esta herida. Esta soledad nuestra no tiene fin. Y no podremos enseñarle a nadie que el adverbio «también» se escribe separado*. . Qué tristeza. Algo se rompe en mi interior. Me imagino el trance de unos peces sobre alguna barbacoa cerca de la costa. También el oleaje del mar, la brisa que azota mi rostro y el sonido de un arpa. Y las dulces discusiones que tenéis tú y Müjgan. Sujetar los finos dedos de la chica que toca esas cuerdas. Me digo a mí mismo «tío, levántate, deja de soñar y corre a su puerta». Pero no puedo hacerlo Necdet, no soporto este mundo. Es por eso que estoy tan enfadado y por eso que maldigo a todos los poetas.

Pero el mundo ya no es un lugar comprensible para nosotros.

Este destierro tiene que terminar, porque entenderlo es ya tan doloroso como explicarlo.

Y esta soledad es como la muerte.

  • Ali Oktay Özbayrak

 

*Una falta de ortografía común en turco, sobre todo entre la gente joven, es escribir el adverbio «de» («también») pegado a la palabra y no separado. Si se pone junto a la palabra anterior sin dejar un espacio entremedias se confunde con el sufijo «-de» que sirve para indicar «lugar en donde».

Bahçede bir kedi var – Hay un gato en el jardín.

Bahçede bir kedi ve bir de köpek var – Hay un gato y también un perro en el jardín