
Los árboles de Gezi, por Ahmet Ümit.
Este texto de Ahmet Ümit fue publicado originalmente en el suplemento de la gazeta «BirGün» al que he tenido acceso a través de este enlace. De dicho autor está disponible en castellano la novela «La tumba la negra» traducida por Rafael Carpintero que podéis adquirir aquí.
Los árboles del parque Gezi
A las tres de la mañana, la plaza de Taksim se había quedado un poco solitaria, pero todavía quedaban algunos trasnochadores deambulando. Bajo la luz plateada de la luna llena se encontraban los cuerpos sudorosos de mujeres y hombres jóvenes, amantes abrazados estrechamente.
Aún un poco borrachos, algunos tararean todavía melodías alegres. Sin embargo, yo estoy cansado, muy muy cansado. Desde por la mañana no me había levantado de la mesa del ordenador. Siempre me pasa lo mismo, cuando estoy terminando una novela, por mucho que quiera, no puedo abandonar a mis personajes y ellos toman el control y me arrastran a la fuerza hasta el final de la historia. Ahora me está ocurriendo exactamente eso, y a pesar de que me duelen los dedos y de que han empezado a volar mariposas frente a mis ojos no encuentro manera de librarme de las teclas del ordenador. Si esto continúa así, seguiré escribiendo hasta que se me caiga la cabeza sobre el teclado y ahí se quede. Menos mal que llegó esa llamada. Me refiero a la llamada que me hizo mi mujer. «¿Vas a quedarte a dormir en la oficina?», me decía. «Por mí no hay ningún problema, pero a partir de ahora te quedarás siempre a dormir allí». Su amenaza fue bastante efectiva. Al instante aparté los ojos de la pantalla, despegué los dedos de las teclas, apagué el ordenador y me sumergí en la muchedumbre bulliciosa de la calle İstiklal.
Mi intención era coger un taxi e irme enseguida a casa. Pero hacía tan buen tiempo que, muy a pesar de las amenazas de mi mujer, me dejé llevar por la atracción que ejercía la luz de la luna llena brillando en el cielo. Quise disfrutar del sabor templado del otoño. Espaciando mis pasos, observando a las coloridas gentes de mi alrededor, llegué a la plaza. Hasta aquí todo estaba en orden, pero al pasar por las cercanías del parque Gezi pasó lo que pasó; un hombre que salía disparado del parque se cruzó por medio.
«¡Ayuda! ¡Ayuda!»
Su pequeño cuerpo temblaba como una hoja, y con los ojos abiertos como platos, escudriñaba las sombras de los árboles. Debía de tratarse de un ataque o un robo. Yo también dirigí la vista al parque. Aunque no tenía ni idea de cómo me iba a proteger en caso de que saliera el atacante, apreté los puños y esperé a que saliera el malhechor desconocido de entre los árboles. Pero pasaban los segundos y nadie salía. No soy muy corpulento, pero igual al verme en posición de pelea desistió de aparecer. Me volví hacia el hombre, que todavía temblaba de miedo.
«Se debe de haber asustado», dije con voz confiada. «No saldrá del parque…»
Me miró a la cara con ojos extrañados, como si hubiera dicho algo raro.
«¿Quién se ha asustado?»
«Pues quién va a ser, el hombre que te estaba persiguiendo. ¿O eran más de uno? Por cierto, ¿de quién huías?»
«¿De qué hombre me hablas?»
El terror que se leía en su mirada no había disminuido, y clavando la mirada a la oscuridad del parque masculló:
«No estoy huyendo de una persona, sino de los árboles»
Le miré sorprendido.
«¿Y por qué huyes de los árboles?»
Se acercó a mi oreja.
«Porque hablan… hablan continuamente, sin parar jamás».
Me llegó a la nariz un aroma sucio a alcohol, y por primera vez me fijé en sus ropas harapientas. El hombre que tenía enfrente era un sinhogar, y estaba muy muy borracho. Probablemente dormía en el parque. Esta noche se había pasado bebiendo y había tenido una pesadilla. Sin embargo, él, sin ser consciente de mis pensamientos, continuaba delirando:
«Susurran sus nombres, y cuando sopla el viento el parque se llena de sus voces. Como un salmo, como una oración, sin parar dices sus nombres en susurros…»
El pobre hombre debía de estar como una cabra.
«Déjalo», le dije tocándole el hombro de forma amigable. «Que susurren, sea como sea no pueden hacerte daño».
Separó sus manos desesperado.
«No, me conocen. No sólo ese pino enorme, sino también ese castaño gigantesco. Incluso esos estrechos brotes de rosa. Sí, incluso ellos, en cuanto notan que hay una leve brisa, enseguida empiezan a hablar».
Sabía que no decía más que tonterías, pero no pude sino preguntar.
«¿Y de qué te conocen?»
Me contestó sin dudar:
«Del verano pasado, desde junio». Señaló el parque con la mano. «Aquí trabajaba yo».
Era un borracho, pero tenía una imaginación fantástica.
«¿Eras jardinero?»
Puso un gesto de reproche.
«Qué jardinero ni qué niño muerto» contestó «Trabajaba para la policía. Ayudaba a la policía. Es decir, era un oficial del gobierno.»
Poco a poco la historia iba tomando un cariz más divertido.
«¿Qué tipo de servicio prestabas?»
Me echó una mirada sardónica.
«Tío, ¿qué pasa? ¿No vives en este mundo o qué? Apenas hace unos meses esto era como una zona de guerra. El parque no era muy distinto de un infierno».
Por fin caí en la cuenta. Se refería a las protestas de Gezi. A la insurrección que tuvo lugar en contra del gobierno que pretendía arrancar los árboles y construir en su lugar un centro comercial. Es decir, que lo que había pasado le había dejado pasado de rosca. Pero he de confesar que en la mentira que me estaba diciendo había una cierta lógica. Como me daba curiosidad su mundo de fantasía, decidí continuar profundizando en la conversación.
«Y bien, ¿tú que tarea realizabas?»
Se sonrió con malicia y se le vieron los dientes podridos entre sus gruesos labios.
«Le contaba a la policía lo que estaba pasando en el parque. En aquel entonces esto era increíble… todo estaba lleno de gente, de personas de izquierdas, de derechas, de hippies, de gente religiosa, mujeres, quien se te ocurra estaba aquí. Dentro le pegaron una buena paliza a un policía de paisano. Por eso la madera prefería no entrar al parque. El comisario Erol de la policía de Beyoğlu me encontró. Es un buen tipo, de vez en cuando nos da dinero, si nos arrestan nos apoya. Me cogió por banda en la calle İstiklal. «¿Aún duermes en el parque Memo*?» me preguntó. Y yo le dije, «Sí, capitán». Me puso un billete de 100 liras** en la mano. «Bien, pues entonces todas las mañanas, mediodías y tardes te vienes a donde esté yo y me lo cuentas todo… qué pasa en el parque, si hay mucha gente, si esta tranquilo, quién es el líder de la muchedumbre, todo» me dijo. Y así empecé con mi trabajo.»
«Es decir, que ibas a denunciar a los manifestantes…»
La sonrisa maliciosa volvió a su rostro.
«Y qué podía hacer, el estado me pidió un servicio…».
Se paró de repente y dudó.
«Y también a Kamil ‘el Globo’ y a Sami ‘el Sanguijuela’. Esos capullos incluso hicieron fotos de los manifestantes con el móvil que les dio el comisario Erol. Por lo menos, yo no hice eso. Y además, los jóvenes del parque ayudaron mucho al Sanguijuela. Incluso le llevaron al médico al muy sinvergüenza. Meaba sangre el hijoputa. Tenía una piedra o no sé qué en el riñón. No te miento, gracias a la gente del parque mejoró mucho. A mí también me ayudaron. Todas las tardes preparaban comida caliente y la repartían y no cobraban nada de nadie, todo era gratis, pero todo el mundo trabajaba, no había remoloneo. En realidad, eran chavales muy valientes. A un chaval que estaba a mi lado la policía lo dejó tuerto con una lata de gas, fue a propósito. Era un chaval muy guapo… y se quedó sin ojo izquierdo.»
«¿Y por qué no ayudaste al chico?»
Me levantó la voz, como le hubieran herido.
«Le ayudé, quién dice que no lo hiciera. Cargué al chaval a mis espaldas y lo llevé hasta el hospital. Ayudé a los manifestantes y a la policía. No teníamos otra opción, los manifestantes pueden estar ahí una semana o un mes, pero luego nososotros nos quedamos solos con la policía. Si no hubieramos hecho de chivatos, el comisario Erol me hubiera jodido pero bien, me hubiera hecho la vida imposible. ¿Lo comprendes?»
No puedo discernir qué era verdad y qué mentira de todas las cosas que me contaba. Tampoco estoy seguro de que un comisario pida ayuda de un hombre así, pero la verdad es que lo narraba todo muy bien. Si se lo estaba inventando, sus palabras eran aún más valiosas, porque significaba que tenía un talento tremendo para la ficción.
«¿Y entonces qué pasó?», le dije burlón «¿La información que pasastéis le sirvió de algo a la policía?»
«¿Tú qué crees? Pues claro que les sirvió. Sabían lo que pasaba en el parque hora por hora. ¿Tú de verdad crees que Erol nos pondría otro billete de 100 en la palma de la mano si fuera de otro modo?».
Señalé los árboles con la cabeza.
«Pero el parque sigue en su sitio, los manifestantes han ganado y el gobierno no ha podido talar los árboles».
Un destello de alegría iluminó su rostro.
«Sí, así es. Y si me preguntas, es como tiene que ser. Si hubieran construído un centro comercial no nos dejarían ni acercarnos a la puerta del edificio. A cincuenta metros empezarían a echarnos los guardias de seguridad… pero…»
De nuevo volvió a sus ojos ese terror.
«Pero ahora los árboles no nos dejan en paz. Cuando me acurruco bajo esos arbustos y justo voy a cerrar los ojos empiezan a susurrar. Y de qué manera, con el tiempo las voces aumentan. Acojona un montón, me voy a volver loco, lo juro».
Los sueños y los delirios eran resultado de la influencia del alcohol…
«Ve a otro parque» le dije para tranquilizarlo. «Como si no hubiera otro sitio por aquí, por ejemplo baja a la orilla del mar…»
Meneó la cabeza con tristeza.
«Este parque es mío. Es que no puedo dormir en otros parques. Hace cinco años que duermo aquí. Más adelante hay una magnolia que es como el regazo de mi madre. Hace años que duermo con estos fragantes olores, en paz, como un bebé. Cómo me voy a ir y abandonar mi casa…»
La situación de este hombre me conmovió pero no había nada que pudiera hacer. Como el comisario Erol, le puse un billete de cien en la mano.
«Aunque sea vete a dormir a un hotel esta noche…»
A pesar de que le había gustado recibir el dinero, me miró con desesperanza.
«Y bien, ¿mañana qué haré?»
En realidad le tenía que haber dicho que lo que tenía que hacer era ir a un psiquiatra, pero como sabía que no iba a servir de nada simplemente le dije que «no perdiera la esperanza, quizá mañana los árboles ya no hablarán». Cogió el dinero que le dí y se alejó.
Yo continué con el paseo que había dejado a medias, pero para qué mentir, mi mente seguía dándole vueltas a lo que el hombre me había contado. Por supuesto que no creía que los árboles hablasen. Pero no pude evitar que mi mirada se dirigiera al parque que tenía en frente, apenas a unos cuantos metros. ¿Cuándo es que vine por última vez? Debía de ser hacía un par de meses, justo después de los días de protesta, un mediodía le hice una visita a esta zona verde. Fueron días terribles, la policía atacaba sin piedad. Todo se había llenado de gas pimienta, en todas partes había pánzer y chorros de agua a presión. Con porras y palos golpeaban a los chicos y chicas. Pero los manifestantes no se amilanaban, y la gente de Estambul se convirtió en un río que fluía hacia este pequeño espacio verde. Todos los días aumentaba la cantidad de gente que participaba en las manifestaciones. Mil, diez mil, cien mil, un millón… y las protestas duraron 40 días completos. Al final el gobierno se rindió, y no sólo se quedaron los árboles que había sino que se plantaron nuevos. Pero después de esos días no había vuelto a ver el parque. Me entraron unas ganas tremendas de entrar. De hecho, mis pies me llevaron por su propia voluntad a la arboleda. Al entrar en el parque me embargó una frescura húmeda, el olor de tierra quemada, de hierba descompuesta…
Caminando bajo los enormes árboles que impedían que pasase la luz de la luna, esta arboleda me pareció una suerte de templo. El último reducto sagrado de la naturaleza que hemos destruido. En algún lugar cantó un pájaro, creo que era un búho, quizá el último de esta ciudad… Me paré a escuchar, pero ya no se oyó nada más. El viento dejó de soplar, y bajando las escaleras llegué a la zona abierta del centro del parque. Durante un rato miré al agua del estanque que parecía plateada bajo la luz de la luna. Mi interior se llenó de paz. Aunque me sentase en uno de los bancos y me quedase observando este agua inmóvil hasta el amanecer estoy seguro de que no me aburriría. Entonces sentí el viento. No era viento, sino poco más que una leve brisa. Me pasó suavemente por el rostro y el pelo. Fue como si todo el cansanció acumulado de todo el día desapareciera de repente de mi cuerpo y mi mente. Me sentí como si fuera una parte de la luna del cielo, de los árboles que dan sombra, de este estanque de plata, de esa brisa. Entonces fue cuando escuche la voz. Era como un murmullo, y venía de los árboles. ¿Era acaso esta la voz que había escuchado el hombre? Se me pusieron los pelos de punta, pero no tenía ningún sentido meterme miedo a mi mismo. Enseguida, mi mente encontró una explicación plausible: era el sonido del viento. Por supuesto que sí, era eso, el sonido del viento. Y era como un murmullo, no se entendía lo que quería decir. Pero en esta noche encantada, esta explicación racional caducó enserguida; al poco tiempo el murmullo se empezó a hacer más claro, y se transformó en la delicada voz de una muchacha. Empezó a decir unos nombres, uno tras otro:
«Alí, Abdulá, Mehmet, Ethem, Mustafá.»
Como una oración, un salmo, un trabalenguas.
«Alí, Abdulá, Mehmet, Ethem, Mustafá.»
Me quedé petrificado. ¿Qué estaba pasando? Lo primero que se me ocurrió es que aquel hombre estaba en lo cierto, no había tenido ninguna alucinación. Los árboles hablaban de verdad. Y no se callaban. Con cariño, respeto, como si temiera que se rompieran, repetían con compasión los mismos cinco nombres.
«Alí, Abdulá, Mehmet, Ethem, Mustafá.»
Y bien, ¿quiénes eran los dueños de estos nombres? Al mirar a mi alrededor los vi, estaban frente al estanque, eran cinco personas, y los cinco me miraban fijamente. Sí, me refiero a las tumbas que había justo en frente. Cinco personas que me miraban desde el marco de cinco fotos. Pero no sólo estaban las fotos sobre el verde césped; había también cinco lápidas. Estas tumbas simbólicas iluminadas con el brillo lacio de la luz de la luna causaban más impresión que las de verdad. Me acerqué y leí lo que había escrito sobre ellas. Alí Ismail Korkmaz, Abdulá Cömert, Mehmet Ayvalıtaş, Ethem Sarırülük, Mustafá Sarı. Los nombres de cinco jóvenes que perdieron su vida para evitar que estos árboles fueran talados. Sin saber qué hacer, me quieto donde estaba. Pero los árboles que se mecían levemente con el viento, no dejaban de repetir con empeño, como si fuera una oración, los mismos nombres.
«Alí, Abdulá, Mehmet, Ethem, Mustafá.»
* N. de T.: Diminutivo del nombre Mehmet
** N. de T.: 100 liras turcas son algo menos de 50€ al cambio actual.