Antes de abandonar Ankara, ciudad a la que no volveré en una buena temporada, quise comprarme un libro de Barış Biçakçı. Biçakçı, a pesar de ser nacido en Adana, es un amante de la ciudad de Ankara, cuyas calles y paisajes suelen ser el escenario de sus relatos cortos y novelas. Como no me podía cargar con mucho peso, decidí adquirir una pequeña colección suya de relatos cortos titulada Baharda yine geliriz, que se podría traducir al castellano por En primavera volveremos de nuevo, publicada originalmente en 2006 por la editorial İletişim. Este autor nacido en 1966, utiliza un lenguaje muy simple, coloquial, unas descripciones minimalistas, y sus temas suelen ser escenas cotidianas. Una de sus novelas, Bizim büyük çaresizliğimiz, en castellano algo así como Nuestra gran desesperación, fue llevada al cine en el año 2011.
Durante las pesadas horas de vuelo este librito me ha hecho una agradable compañía, e incluso he traducido algo malamente el primero de los relatos, titulado El cielo de una noche de verano, al castellano para compartirlo por aquí con todos vosotros.
Espero que os guste 🙂
El cielo de una noche de verano.
Me encontré con Mahir en la parada. Él también estaba bebido. Al parecer, habíamos perdido el último autobús. Desde debajo del puente, Mahir había visto como el autobús había girado hacia la izquierda en Adliye.
«Y si es así, ¿qué haces aquí esperando?» le pregunté.
Abrió los dos brazos y dijo «¡Pues no sé!», y señaló con la cabeza a dos hombre que estaban sentados en la parada. Los dos tenían en la boca un cigarrillo, miraban al frente, al jardín en tinieblas de la facultad. No parecía que estuvieran esperando a nada. Simplemente estaban sentados.
Un taxi se acercó a la acera, el taxista se estaba fumando un cigarro fuera. Debía de haberse dado cuenta de que de nosotros no le iba a salir ningún trabajo. Quizá lo que no quiere es que vayamos y empecemos a regatear el precio de la carrera, así que por eso no muestra ni el más mínimo interés.
«Caminemos hacia Ulus», propongo, «Y así se nos baja el pedal».
Mahir no sólo estaba bebido, sino que además le pasaba algo. Yo también había bebido, pero no me sentía aliviado. Caminábamos dando tumbos. Llegaba el aroma de los tilos desde los jardines de las escuelas. Mahir tenía la nariz tapada y tenía que esforzarse para percibir olores. Le doy unos golpecits flojos en la espalda.
«¡Déjalo estar!»
Se habían apagado las luces del parque de atracciones. La estación estaba iluminada, y se aparecía bella. Lejos se mezclaban con el azul oscuro del cielos, las colinas y las luces de las farolas que parecían puntitos de luz.
Mahir me preguntó que con quién había bebido. Cuando respondí que había bebido solo se entristeció y puso su mano sobre mi hombro. Él había estado con sus amigos del instituto. Ya sabía que se juntaban varias veces al año.
«¿Has hecho alguna locura?», le pregunto. «¿La has líado?»
Sonríe. «Esta tarde estaba tranquilo» me dice, pero me da la impresión de que lo que en realidad había querido decir es que «Esta tarde estaba muy harto y deprimido». «¡Esta no es la vida que quería! ¡Para esto nos hemos esforzado todos estos años?»
Me dolía mucho la cabeza.
Mahir señala la carpeta de plástico que llevo en las manos. «¿Qué es eso? ¿Trabajo?»
Le cuento que a veces me tengo que llevar trabajo a casa los fines de semana. Levanto la cabeza hacia el cielo. Me empiezo a frotar la nuca.
De repente, Mahir propone que hagamos autostop.
Salimos de la ópera y entramos en la calle de Talat Paşa. Hace años, un tío que conocíamos de vista nos explicó que era más fácil parar un coche agitando la mano abierta que mostrando sólo el pulgar. Mahir alarga el brazo y hacer lo que el tipo les dijo. Me mira de refilón y se sonríe.
Enfrente se para una vieja camioneta en la que iban apretadas tres personas. Mientras Mahir habla con el conductor veo que en la parte de trás, entre los bidones azules, están sentados un hombre y un niño de diez años. Probablemente padre e hijo.
Nos subimos a la caja de la camioneta y saludamos. Cuando nos estábamos sentado, el hombre golpea la caja. Mientras se pone la camioneta en marcha traqueteando el viento nos rodea y nos abraza por todas partes. Sobre nuestras cabezas desfilan las verdísimas ramas de los árboles, las farolas de las calles y el cielo. Notó una sensación de alivio. Mahir se anima.
«Un viaje…» dijo.
Mahir menea la cabeza «Las piedras que tenemos dentro están en su sitio»
Ya no decimos nada más, admiramos la vista que nos rodea.
Al pasar al lado de los terrenos de la fábrica de azúcar, amplios y lisos, la luna se hace la reina del paisaje.
Mahir toma la carpeta que descansaba sobre mis rodillas y la retuerce. La transforma en un catalejo, mira al cielo. Me río y el también sonríe. Después me pasa el catalejo. Colo uno de mis ojos en la mirilla y apunto a la luna. Se ve la luna y, de repente, desaparece. Al bajar el catalejo mi mirada se cruza con la del niño que tenía la cabeza recostada sobre el hombro de su padre.
«¿Puedo mirar yo también?» me pregunta el niño, que ahora se ha erguido y su cabeza se menea levemente.
«¡Por supuesto!» le dijo mientras se lo alcanzo.
Mahir y yo nos apoyamos el uno en el otro, observando al niño apuntaral firmamento con el catalejo y su mirada extasiadaante lo que veía.